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Alta Traición. Por Denise Dresser

martes, 20 de abril de 2010 , Posted by Atrevete a cuestionar at 12:22

Quizás la mirada retrospectiva debería servir para que los mexicanos evaluaran a su país y a sí mismos con más honestidad.


“Habrá que volverse un país extranjero. Porque lo más autóctono que hay en este país es la jodidez, la pobreza. Odio este país jodido y atrasado, lo quiero suprimir; quiero volverlo otro. Quiero hacerlo un país poderoso, un país próspero. En eso seré traidor a la patria. Quiero que nuestro país sea un país extranjero: otro país”.

Santos Rodríguez, personaje en la novela de Héctor Aguilar Camín, “La conspiración de la fortuna”.


Difícil describir a México en el albor de su Bicentenario. País partido en un montón de pedazos, preguntándose quién es, de dónde viene, hacia dónde se dirige. País que alberga a quienes compran en Saks Fifth Avenue e ignora a quienes piden limosna en los camellones a unos metros de allí. País que preserva su pasado, pero también lo habita. Orgulloso de la modernidad que ha alcanzado, pero impasible ante los millones que no la comparten. Paraje peleado con sí mismo, impulsado por los sueños del futuro y perseguido por los lastres del pasado. El México nuestro. De rascacielos y chozas, Jaguares y burros, internet y analfabetismo, murales y marginados, plataformas petroleras y ejidos disecados, riqueza descomunal y pobreza desgarradora. País sublime y desolador.

Hoy a punto de ser celebrado con la rehabilitación de 200 plazas y 100 jardines. Con la instalación de 200 placas conmemorativas por toda la República. Con la publicación de biografías, historias regionales, diccionarios, almanaques, atlas, guías, antologías diversas, crónicas, y catálogos. Con “actos cívicos, ceremonias y concursos de oratoria y declamación, certámenes y exposiciones sobre los símbolos patrios y premios al mérito civil”, dice el responsable de la Comisión Organizadora de la Conmemoración del Bicentenario, Rafael Tovar y de Teresa. Con la construcción de una nueva sede para el Archivo General de la Nación y la rehabilitación del Palacio de Bellas Artes y un montón de actividades más. Doscientos años de historia examinados, diseccionados, diseminados. En México el pasado está en todas partes: omnipresente, abundante, tangible, heredado.

Ese pasado al cual México se aferra porque piensa que le provee de identidad. La seguridad de lo que fuimos ofrece certezas sobre lo que somos. El pasado -dicen- imbuye a los mexicanos de significado, sentido, valor, memoria. Y habrá muchos que aplaudirán lo logrado en dos siglos: el aumento de la población, la urbanización, la erradicación de la viruela, el descenso del analfabetismo, la emisión de la moneda, el ingreso per cápita de casi 8 mil dólares. Logros sin duda, pero demasiado pequeños ante el tamaño de los retos que el país enfrenta. Democracia. Equidad. Buen gobierno. Justicia. La posibilidad de un México capaz de soñar en grande.

Quizás la mirada retrospectiva debería servir para que los mexicanos evaluaran a su país y a sí mismos con más honestidad. Sin las anteojeras de los mitos y los intereses y las latitudes que buscan minimizar los problemas. Porque el pasado no sólo ayuda y deleita; también obstaculiza. Las generaciones que se recuestan en el polvo de sus padres corren el riesgo de dormir, aletargadas, sin levantarse de allí. Un pasado demasiado alabado o cercanamente abrazado socava el sentido de propósito, de urgencia. La obsesión con los momentos heroicos del pasado desplaza la preocupación ante los imperativos modernizadores del futuro. Como escribió Dickens, “si el pasado captura tanto nuestra atención, el presente puede escapársenos de las manos”.

La reverencia al pasado que tantos mexicanos despliegan, contribuye a inhibir el cambio, a embargar el progreso, a coartar la creatividad. Convierte a los hombres y a las mujeres del país en espectadores, postrados por la devoción deferencial a una historia que necesitarán trascender si es que desean avanzar. Esa historia aprendida del país estoico, valiente, resistente. Esa historia memorizada de tragedias inescapables, conquistas sucesivas, humillaciones repetidas, traiciones apiladas, héroes acribillados. Esa historia oficial, fuente de actitudes que dificultan la conversión de México en otro tipo de país. Actitudes fatalistas, resignadas, conformistas, profundamente enraizadas en la conciencia nacional.

Actitudes compartidas por quienes asocian el cambio con el desastre y perciben a la estabilidad como lo más a lo cual es posible aspirar. Actitudes desplegadas por los apologistas del pasado que obligan al país a cargar con su fardo. Incapaces de comprender que “todo eso que elogian es lo que hay que desmontar”, en palabras de Sebastián, el personaje modernizador de la novela de Aguilar Camín. Incapaces de enderezar lo que la Revolución y el PRI y la reforma agraria y el corporativismo y la corrupción enchuecaron. Incapaces de entender que parte de México se ha modernizado, pero a expensas de sus pobres. Incapaces de reconocer que la idea del gobierno como receptáculo del interés público es tan ajena como lo era en la época colonial.

Que las familias poderosas buscan proteger sus feudos tal y como lo han hecho desde la Independencia. Que la línea divisoria entre los bienes públicos y los intereses privados es tan borrosa como después de la Revolución. Que el ejido proveyó dignidad a los campesinos, pero no una ruta para que escaparan de la pobreza. Que el PRI creó instituciones, pero también pervirtió sus objetivos. Que los políticos hábiles, fríos, camaleónicos cruzan de una pandilla a otra como lo han hecho durante décadas. Que la república mafiosa continúa construyendo complicidades con licencias y contratos y concesiones y subsidios. Que la vasta mayoría de los mexicanos no puede influenciar el destino nacional, hoy como ayer. Que la falta de un gobierno competente está en el corazón de nuestra historia. Que México ha cambiado en 200 años, pero no lo suficiente.

Y por todo ello, la consigna del Bicentenario no debería ser la celebración de lo logrado, sino la honestidad ante los errores cometidos. El reconocimiento de lo mucho que falta por hacer. El entendimiento de que el pasado es esencial e inescapable, pero no puede seguir siendo un pretexto. El culto a la preservación y la manía por las raíces con demasiada frecuencia centra la mirada en donde no debería estar: México ensalza reliquias en vez de construir derechos; México celebra legados en lugar de garantizar oportunidades; México imbuye de virtud histórica a la perpetuación de los vicios. La tarea pendiente después de dos siglos es la tomar al país por asalto, liberarlo de las cadenas que gobierno tras gobierno le ha colocado, sacudirlo para cambiar su identidad morosa, obligarlo a parir mexicanos orgullosos de la prosperidad que han logrado inaugurar. Y convertir a cada mexicano en un traidor a la patria; en alguien capaz de imaginar otro México, otro.

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